viernes, 17 de abril de 2020

Escrito durante el coronavirus 34


Ya antes del confinamiento a que nos obliga la pandemia de coronavirus pasaba mucho tiempo, probablemente demasiado, en las redes sociales. Ahora dedico todavía más tiempo y me temo que el daño neurológico vaya en aumento. Creo que, entre otras dolencias, estoy desarrollando un Síndrome de Sensibilidad Ortográfica. Cada vez soy más hipersensible ante las faltas de ortografía. Y no solo ante las faltas que inundan las redes y que cometen, incluso, personas que supuestamente saben escribir decentemente (o quizás es que tienen muy buenos negros o correctores editoriales). Hay expresiones que empiezan a hacerme daño hasta cuando están bien escritas. Me sucede, por ejemplo, con “haber” y “a ver”. Se ha hecho tan habitual el uso de “haber” en lugar de “a ver” (“haber si nos aclaramos”, “haber si alguien sabe…”), que es posible que las generaciones futuras lleguen a considerar que es el mismo verbo. Ahora, cada vez que leo alguna de ellas, incluso correctamente utilizadas, entro en estado de shock. Supongo que es una reacción pauloviana.

Sufro también de otra experiencia traumática con los bulos cibernéticos, y eso que, como soy objetor de conciencia a WhatsApp, me ahorro una parte de ellos. Ya he hablado del tema en alguna de mis entregas anteriores, pero ayer sufrí una revelación. Hasta ahora pensaba que creerse y propagar los bulos era propio de idiotas, y que el nivel de idiocia de las redes sociales era muy alto. A ver, aclaremos. No creo que los seres humanos se dividan en dos clases, los idiotas y los que no lo son. Todos tenemos cierta capacidad de hacer el idiota, aunque unos más y otros menos. Además, unos se esfuerzan por evitarlo (quiero creer que estoy entre ellos), pero otros parecen empeñados en cultivar su propia idiotez y, además, difundir sus efectos. Pensaba que eran estos segundos los que más divulgaban los bulos y que, además, concentraban en su actividad en internet todas sus capacidades y esfuerzos por hacer el idiota. Por eso me causaba perplejidad que, de vez en cuando, una persona que conozco en persona, valga la redundancia, una persona de las que considero inteligentes y sensatas, de las que tratan de minimizar su innata capacidad para hacer el idiota y que habitualmente lo consiguen, compartiera un bulo. Además, uno de los bulos más gastados y groseros, uno de esos que salta a la vista, para cualquier persona que haga un mínimo esfuerzo para no desperdiciar la vida en idioteces, que es un bulo. Pues bien, ayer hice notar a una de esas personas que el texto que había copiado y publicado era una tontería, y a raíz de eso tuve un clarificador intercambio de mensajes. Resulta que esa persona ya había pensado que quizás fuera una tontería, pero estaba demasiado atareada como para perder el tiempo en pensar sobre ello así que, simplemente, copió y publicó el texto y se quedó tan ancha. Después de nuestra conversación lo borró, una vez que yo le explicara que se podía borrar cualquier publicación en Facebook, porque pensaba que no se podía.

Así que la realidad es mucho más aterradora de lo que yo pensaba. No solo los idiotas en activo propagan bulos. Lo hacen también personas que habitualmente no ejercen de idiotas. Lo hacen porque sí, de forma mecánica, quizás sin molestarse en leer detenidamente ni acabar de comprender el contenido del texto que están repitiendo. Solo leen que les piden que repliquen algo, y lo hacen. Por si acaso. Les parece una buena idea para no perder el tiempo pensando. Hacen el idiota sin necesidad y por evitar el mínimo esfuerzo de intentar no hacerlo. La banalidad de la idiotez, que diría Hannah Arendt. Casi más horrorosa que la banalidad del mal. O quizás sea lo mismo.

No me extrañaría que acabemos todos comprando clorito de sodio para curar el coronavirus.


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