martes, 28 de noviembre de 2017

Medallas e historia



Las medallas y otros premios honoríficos que conceden las instituciones, públicas o privadas, suelen ser utilizadas muy habitualmente para recompensar a “uno de los nuestros” de los otorgantes. El galardón, de alguna manera, se concede ad maiorem gloriam de los intereses de quien lo concede. Pero es lógico. A la hora de encontrar méritos relevantes que merezcan ser reconocidos cada cual suele encontrarlos entre los suyos, los que comparten valores, principios, visión de la realidad y proyectos. A los que no son de los nuestros les encontramos principalmente deméritos.

Esto ha venido siendo así, entre otros muchos casos, con la Medalla de Oro de Navarra. El ejecutivo foral de turno, primero la Diputación Foral y luego el Gobierno de Navarra, la ha venido concediendo a personas próximas en lo ideológico o, cuando menos, no contrarias a las ideas de quienes mandaban. La primera se concedió a Franco en 1974, al tiempo que se le nombraba hijo adoptivo de Navarra, por la última corporación franquista. Luego se ha ido premiando por compromiso institucional (Juan Pablo II, Juan Carlos I, Juan de Borbón, Jorge Oteiza, Volkswagen) y para reconocer méritos que encajaban bien, sobre todo, en el imaginario fuerista-conservador propio de UPN que ha gobernado durante más años y ha concedido la mayoría de las medallas: Diario de Navarra, Universidad de Navarra, Cáritas, misioneros navarros, víctimas del terrorismo, empresarios y sindicatos, centros navarros en América, asociaciones jacobeas, salesianos… Ojo, no digo que esas personas e instituciones no merecieran el reconocimiento, simplemente que los criterios de selección estaban claramente escorados. Por otro lado, la concesión de esta medalla se ha aprovechado también para reconocer instituciones sin sesgo político que cumplían aniversarios (el Orfeón Pamplonés, la UPNA, Donantes de Sangre, etc.) o personas también políticamente neutras con méritos y proyección social indiscutibles (Induráin, Hermoso de Mendoza, etc.).

El cambio de 2015 supuso que el nuevo ejecutivo optara por reconocer a personas más próximas al universo mental del nacionalismo vasco y que, en la época anterior, difícilmente hubieran sido premiadas. José María Jimeno Jurío y Pedro Miguel Echenique fueron galardonados los dos primeros años, también en ambos casos personas con méritos sobrados. El problema ha surgido al tercer año, cuando se ha concedido a título póstumo (muy, muy póstumo, hay que precisar) a Arturo Campión, Hermilio de Olóriz y Julio Altadill, por su aportación a la historia, la cultura y la identidad de la Comunidad Foral y, principalmente, por ser los diseñadores de la bandera de Navarra. Sorprende lo tardío del reconocimiento. El diseño de la bandera tuvo lugar hace 107 años. El último en fallecer de los tres, Campión, lo hizo hace 80 años. Solo se explica la concesión de esta medalla si se tiene en cuenta que los tres son ilustres figuras del fuerismo de entresiglos, caracterizado por un vasquismo que entonces compartían la mayoría de las fuerzas políticas navarras pero que luego fue rechazado por el regionalismo navarrista y apropiado por el nacionalismo vasco. Tres “de los nuestros”, podríamos decir. Y que diseñaran la bandera de Navarra tiene su aquel. Ante el intento de apropiación de esta por el navarrismo, manifestación de 3 de junio pasado, el ejecutivo foral quiere reclamar también su participación no solo en la titularidad y el uso sino incluso en el origen del símbolo. Envido más.

El problema es que otras fuerzas políticas se dan cuenta de la jugada y echan un órdago. No hay más que copiar el precedente de 2014. Entonces el ejecutivo formado por UPN concedió la medalla a Félix Huarte Goñi y Miguel Javier Urmeneta Ajarnaute, también a título muy póstumo, invocando el medio siglo cumplido por el plan de industrialización de Navarra que promovieron. Creyeron que la presencia de Urmeneta, un personaje muy atípico, voluntario requeté, militar, expedicionario con la División Azul, alcalde con el franquismo, demócrata en la Transición, bien apreciado por el nacionalismo vasco por su vasquismo, justificaría el reconocimiento a Félix Huarte, un personaje mucho más estrechamente vinculado al franquismo. Tampoco coló la maniobra, el Parlamento de Navarra, con el voto a favor de PSN, Bildu, NaBai, Geroa Bai e I-E, y el voto contrario de UPN y PPN, se pronunció contra la concesión de la medalla. La mayoría de los grupos contrarios a su concesión no asistieron al acto de entrega.

La historia se repite ahora. El Parlamento de Navarra, con los votos de UPN, PSN, PPN e I-E, rechaza la concesión de la medalla a Campión, Olóriz y Altadill, mientras que Geroa Bai, Bildu y Podemos votan en contra. Los grupos contrarios a la concesión anuncian que no irán al acto de entrega de la medalla.

En ambas ocasiones, en 2014 y en 2017, se manejan criterios parecidos, aunque curiosamente algunas fuerzas políticas en una ocasión defienden lo que en la otra criticaron, y critican a los que ahora defienden lo que ellos mismos hicieron. De fondo, el eterno tema de la historia. ¿Se pueden hacer juicios sobre personas que vivieron hace muchos años, en otras circunstancias históricas, desde el presente, desde otros parámetros políticos y sociales? La respuesta, en mi opinión, es que se puede y se debe, pero que se debe hacer desde la historia como disciplina científica, en un ámbito académico, con rigor, con cuidado, con mesura, con desapasionamiento. No se debe hacer desde la política. Desde la política no se hacen juicios históricos sino juicios políticos que suelen ser siempre favorables a “los nuestros”. Les perdonamos sus errores, incluso sus crímenes, atendiendo a que su época era así. Ensalzamos sus aciertos, sus logros, sus enseñanzas, interpretándolas siempre desde la perspectiva más favorable para los tiempos presentes. A “los otros”, a los del enemigo, juzgamos de igual manera pero a la inversa. Destacamos sus errores, que más que errores son crímenes, y minusvaloramos sus méritos. La política es sectaria, sobre todo porque los seres humanos somos, en general, muy sectarios.

Tanto el ejecutivo de 2014 como el de 2017 se quejan de lo mismo. Que se manipula políticamente la concesión de la medalla, que no se puede enjuiciar desde el presente a los premiados. Obvian el hecho de que los primeros que han tratado de utilizar la figura de los premiados han sido ellos, los concedentes de las medallas. Han sido los primeros que han hecho un juicio desde el presente, favorable, por supuesto. Luego se sorprenden de los efectos que tiene su decisión, debates exagerados que no llevan a ninguna parte, manipulación de la historia, tiempo dedicado a hablar del pasado cuando debiéramos estar hablando de los problemas del presente. Y sí, bastante de ello hay, pero, como reza un aforismo jurídico, quien es causa de la causa es causante del mal causado.

Mejor que dejemos a los muertos en paz. Las medallas, los premios, los reconocimientos, los elogios, mejor en vida.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Sobreactuar



Dice el Diccionario de la RAE que sobreactuar, además de “realizar una interpretación exagerada” cuando es dicho de un actor o de una actriz, también es “exagerar la expresión al actuar ante alguien”. Dado que la política, en buena medida, consiste en actuar ante el público, es frecuente en ella la sobreactuación. Más preocupante es que, en España, en los últimos años también se ha vuelto normal la sobreactuación en la Fiscalía y en la Justicia, aunque solamente en algún tipo de causas, las que tienen que ver con los nacionalismos periféricos (Dios nos libre de que afecte a la corrupción, los accidentes de trabajo o los delitos fiscales).

Ejemplos de la sobreactuación penal son el tartazo a la entonces presidenta de Navarra, Yolanda Barcina, en 2011. La Fiscalía pidió 6 años de prisión y finalmente se impusieron “solo” 2 años por atentado contra la autoridad. Estampar tartas en la cara de cualquiera es un hecho bastante feo, pero la pena parece un tanto excesiva, sobre todo si la comparamos con otros delitos y otras sentencias. Por ejemplo, hace poco unos policías han sido condenados a dos años de prisión por un delito de homicidio por imprudencia profesional. O recordemos el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981; algunos condenados lo fueron a uno o dos años de prisión.

Otro ejemplo reciente fue el de los titiriteros que el año pasado estuvieron en prisión durante cinco días acusados de  enaltecimiento del terrorismo y de atacar derechos y libertades públicas; finalmente la causa fue archivada. Y pendiente de juicio se halla el caso de los incidentes en Alsasua en 2016, donde varios acusados llevan casi un año de prisión preventiva y la Fiscalía pide 12 años y 6 meses por sendos delitos de lesiones terroristas por agresión a dos guardias civiles y sus  respectivas parejas (la suma hace 50 años para cada encausado) y otro tanto a un acusado por amenazas terroristas. La lesión más grave fue una fractura de tobillo que tardó en curar tres meses. Los hechos son condenables, pero la reacción del Estado es desmesurada. Hay asesinatos que en España se castigan con penas menores que las solicitadas para el caso de Alsasua.

Y, claro, si así están las cosas, no podíamos esperar contención en la causa de la independencia de Cataluña. Rebelión, sedición, prevaricación, malversación de fondos públicos, desobediencia… La Fiscalía fuerza el relato de los hechos, uno se pregunta dónde ha visto la violencia multitudinaria que se exige para la rebelión, el propio Tribunal Supremo al admitir la querella ya ha matizado que quizás solo haya que investigar una conspiración; y la jueza de la Audiencia Nacional que ha admitido otra querella se pasa por el arco del triunfo una resolución anterior que ya estableció que ese órgano no es competente para el delito de rebelión, pero aprovechando que el Llobregat pasa por Barcelona ha estimado preferible que el asunto se juzgue cerca del Manzanares.  Es posible que algunos de los políticos acusados hayan cometido algún delito (pienso yo que desobediencia es el más probable), pero encausarles por rebelión es otro caso claro de sobreactuación. Afortunadamente, lo que decide un órgano judicial es revisable por otro, y luego por otro y así sucesivamente hasta llegar a Estrasburgo, donde probablemente acabe todo esto dentro de unos años.

Y si la Fiscalía y la Justicia sobreactúan, pues algunos de los acusados también. Lo de montar un Gobierno de Cataluña en el exilio (o, mejor, medio Gobierno), con el presidente Puigdemont dando ruedas de prensa en Bruselas, incurre en la misma exageración. Claro está que la exageración viene siendo la norma en todo el procés y la reacción contra el mismo. Si unos acusan a los independentistas de dar un golpe de Estado, otros acusan a Rajoy al aplicar el artículo 155 de dar otro golpe de Estado, banalizando lo que es un verdadero golpe de Estado. La desproporcionada actuación policial del 1 de octubre se califica, desproporcionadamente, de estado de excepción. La manifiestamente mejorable democracia española se tacha de continuación de la dictadura franquista, la no menos mejorable autonomía catalana es una dictadura nacionalista donde se adoctrina a los niños en las escuelas, y entre unos y otros se hace normal intercambiar calificativos como fascista, nazi, golpista, antidemócrata, y de ahí hacia arriba.

En fin, que necesitaríamos mejores actores.

Post data. 17:43 h. En perfecta coherencia con lo anterior, la juez Lamela envía a ocho consejeros del Gobierno catalán a la cárcel. Esta mujer es un peligro.