sábado, 30 de mayo de 2020

Escrito durante el coronavirus 70


Arde Mineápolis. Protestas, que a menudo degeneran en violencia, contra la actuación de un policía que abusó de su poder y mató por asfixia al ciudadano negro (allí dicen afroamericano) al que estaba deteniendo. Pervive un profundo racismo en la sociedad norteamericana, y probablemente en cualquier sociedad, pero en esa se nota más por su historia y sus características multirraciales. El problema de fondo, uno de los eternos y grandes problemas de los seres humanos, es que quienes se hallan revestidos de poder en algún momento caen en la tentación de abusar de él. El reto de una sociedad civilizada y bien organizada es, precisamente, cómo repartir el poder, cómo limitarlo y cómo controlarlo para que se emplee correctamente sin caer en el abuso. Y por poder, me refiero a cualquier poder, a cualquiera que ostente la potestad de condicionar o influir en la conducta de otras personas, tanto el poder político como el jurídico, la patria potestad, la autoridad religiosa, el “cuarto poder” de los medios de comunicación, el poder del empresario en su ámbito, por supuesto el poder del dinero, y el poder que confiere un uniforme de policía.

De momento, una de las mejores soluciones que hemos encontrado ha sido la fórmula del Estado de derecho. A lo largo de la historia, las leyes han sido muy a menudo utilizadas por quienes detentan el poder (político, económico, militar, religioso) para dominar y aplastar a quienes carecen de él. Contra ello surge la exigencia de que la ley sea igual para todos, para los fuertes y para los débiles; quien detenta el poder también ha de estar sometido a las leyes; el Estado de derecho es un Estado sometido al derecho, no un Estado que oprime a través del derecho. Claro que esta es una aspiración por la que hay que esforzarse cada día; los poderosos tratan de sacudirse la ley y que sean los demás los que la cumplan; los desposeídos tienen que clamar contra los privilegios y las desigualdades. Que la Constitución española proclame el Estado de derecho no es un término de llegada, sino de salida, hay que mantener una constante lucha para vencer las resistencias que existen para que, de verdad, todos se sometan por igual a la ley.

Hace años, de visita en Australia, entré en el equivalente de una casa consistorial, la sede de un local council. Curioseé entre los folletos informativos que se ofrecían al público y me llamó la atención uno sobre la policía. Informaba a los ciudadanos sobre sus derechos frente a la policía, y sobre la forma de reaccionar ante cualquier actuación abusiva de esta. Me pareció un buen síntoma de una adecuada cultura cívica en un país de larguísima tradición democrática. Y, desde luego, no supone poner en cuestión la labor de la policía, sino colocarla en su lugar, como institución al servicio de los ciudadanos, que son quienes pueden y deben exigir y controlar.

Me gustaría que, entre nosotros, las instituciones también adoptaran esa actitud, y no la usual de autobombo a ultranza, agitar banderas y clamar por el honor mancillado ante cualquier crítica. Pero en países donde, por razones históricas, nos cuesta tanto sacudirnos el estatus de súbdito, la relación con el poder sigue siendo problemática. O se le adora y obedece sin rechistar, o se le combate como esencialmente tiránico. A menudo depende de quién lo detente, si son los míos todo va bien, si son los otros hay que llamar a la rebelión, y esto sucede tanto a derecha como a izquierda. Falta la cultura de tolerar el poder como uno de esos inconvenientes necesarios para la convivencia que ha de ser aceptado, pero constantemente vigilado. Ha de ser objeto de una respetuosa desconfianza; acatado, no idolatrado; auxiliado, pero sin caer en la sumisión; criticado sin acritud, e incluso denunciado siempre que sea necesario, y reconocido cuando acierta, sin incurrir en el culto al poder. Y quien ejerce el poder, sea en una alta magistratura o como simple funcionario, tiene que ser consciente de la responsabilidad y de los riesgos de la misión que ejerce, ser sobre todo exigente consigo mismo y humilde para aceptar las críticas y corregir los errores.

Sí, qué camino tan largo nos queda por recorrer…


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