jueves, 28 de mayo de 2020

Escrito durante el coronavirus 68


Resulta curioso que ayer, en el Congreso, una diputada se sintiera tan ofendida porque le dieran el tratamiento de marquesa (que lo es, es XIII marquesa de Casa Fuerte, y además tuvo que tramitar ante el Ministerio de Justicia que le reconocieran el título, algún interés tenía en él) que llamó a su interlocutor hijo de terrorista. ¿Cuándo llamar marquesa a una marquesa se ha vuelto despectivo? Vale, ya sé que cualquier vocablo se puede utilizar despectivamente, hasta el apellido de uno, como en aquel famoso “váyase, señor González”. Pero que se tome como ofensa parece un poquito exagerado, sobre todo porque se trata de un título nobiliario, que se supone que ennoblece y honra a su titular. Además, hay una larga tradición parlamentaria de uso de los títulos nobiliarios. Si acudimos a los diarios de sesiones del Congreso en el siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, hasta la II República, vemos que se utilizaba el tratamiento correspondiente, duque, marqués, conde, en lugar del nombre y apellido, para designar a los diputados con título. Probablemente en aquellas épocas se hubiesen ofendido si les hubieran apeado el tratamiento. Algún destacado político es más conocido por su título que por su nombre; casi nadie recuerda que el conde de Romanones se llamaba Álvaro Figueroa y Torres, o que el duque de Ahumada, fundador de la Guardia Civil y tan mentado estos días, se llamaba Francisco Javier Girón y Ezpeleta (lo menciono como político ya que, además de militar, fue senador).

En otras épocas había muchos diputados con título nobiliario, a veces hasta una quinta parte. Claro que también era muy habitual que se premiase a militares y políticos con un título para agradecer los servicios prestados. Espartero fue duque de la Victoria, duque de Morella, conde de Luchana y Príncipe de Vergara; Narváez, duque de Valencia; O’Donnell, duque de Tetuán y conde de Lucena; Prim, conde de Reus y marqués de los Castillejos; el ducado de Cánovas del Castillo fue concedido póstumamente a la viuda del fundador del Partido Conservador, asesinado siendo presidente del Consejo; lo mismo sucedió con los ducados de Canalejas y de Dato; el dictador Miguel Primo de Rivera, que ya era marqués de Estella por herencia de su padre, recibió la Grandeza de España. Tras el paréntesis de la República, que suprime los títulos nobiliarios, Franco asumió la prerrogativa de otorgarlos, aunque no fuera rey (o no del todo), y también los concedió para reconocer servicios que le habían prestado, a veces póstumamente: ducado de Calvo Sotelo, ducado de Primo de Rivera, ducado de Mola, marquesado de Queipo de Llano, marquesado de Kindelán, ducado de Carrero Blanco, este también a la viuda tras el magnicidio. La monarquía restaurada en 1975 tomó la costumbre de ennoblecer, entre otros, a los expresidentes del Gobierno: ducado de Franco, marqués de Arias Navarro, duque de Suárez, marqués de la Ría de Ribadeo (a Leopoldo Calvo-Sotelo, el apellido ya estaba pillado). Cuentan que Felipe González rechazó un título, no le parecía propio de un socialista, ha preferido los consejos de administración. Dicen las malas lenguas que Aznar quiso un título, pero no lo recibió, quizás porque el rey Juan Carlos había dado por finiquitada la tradición, o quizás porque ambos se llevaban mal. Sobre Rodríguez Zapatero existen dos cotilleos: que quiso un título pero no se lo ofrecieron, y que se lo ofrecieron pero no lo quiso. De Rajoy, de momento, no se dice nada, pero ya le concedieron un título mucho mejor que el de duque o marqués, el de registrador de la propiedad.


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