viernes, 29 de mayo de 2020

Escrito durante el coronavirus 69

Cuando sales a la calle en una ciudad en fase 2, como la mía, se respira un aire de casi normalidad. Los comercios abiertos, los bares también, las terrazas llenas. Sólo resulta un poco extraño que la gente lleve mascarilla. Sin embargo, cuando uno va al supermercado a hacer la compra debidamente enmascarillado, renace la sensación de estar en una película de ciencia-ficción. Te rocían las manos de gel hidroalcohólico, te exigen que calces guantes de plástico, la clientela deambula por los pasillos evitándose mutuamente, haces la cola de la caja situándote en las marcas del suelo para mantener la distancia y pagas con una mampara de plástico de por medio. Pero para sentirse plenamente en una película de catástrofes, no hay como ir al dentista. Me ha tocado esta semana, tenía pendiente que me dieran cita para arreglarme algunas averías en las quijadas. No he estado nunca en una central nuclear, ni es una experiencia que me atraiga, pero supongo que las medidas de seguridad para entrar serán parecidas a las que se han establecido en las clínicas dentales. Primero, por teléfono te someten a un cuestionario exhaustivo sobre tu vida en los catorce días anteriores: si has tenido fiebre, si has tenido tos, si has tenido fatiga, si te has juntado con malas compañías infectadas por coronavirus. Una vez que les has convencido de no estar enfermo, te dictan medidas de seguridad para asegurarse de que no vas a introducir el virus en sus dependencias: nada de llevar reloj o joyas donde pueda esconderse el bicho, mascarilla obligatoria al llegar, prohibido el uso de móviles, sé puntual, no llegues antes de la hora y les molestes, si llevas coche y lo dejas en la zona azul no te dejarán salir a echar monedas. Me atemorizaron tanto que, además de ni llevar el móvil, desinfecté la cartera y las gafas antes de salir de casa.

Una vez en la clínica, te someten a un riguroso protocolo de higiene antivirus: te inmovilizan en la zona de seguridad marcada con líneas rojas junto a la entrada, te toman la temperatura, te rocían las manos de desinfectante, te ponen guantes de goma, gorro de ducha, gafas protectoras y calzas sobre los zapatos, previamente rociadas las suelas con el desinfectante. Solo entonces te permiten la entrada y te atiende un personal bien equipado con gorros, mascarillas, viseras integrales de plástico, guantes y demás. Hasta que no te tienen colocado en el sillón odontológico donde te van a intervenir, no te permiten quitarte la mascarilla. La parte buena de todo esto es que, bajo los focos quirúrgicos, te sientes como un terrícola abducido por extraterrestres para experimentar con tu cuerpo y, con la impresión, apenas notas las inevitables molestias que te producen con sus aguzados instrumentos sobre el potro de tormento. He estado a punto de confesar el asesinato de Manolete, pero con la anestesia me resultaba difícil hablar. En fin, dediquemos un aplauso también a estos sanitarios, tan a menudo olvidados, que se baten en primera línea contra el coronavirus.

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