lunes, 4 de mayo de 2020

Escrito durante el coronavirus 48

Buenas y malas noticias. Puede que pasado mañana el Gobierno no tenga mayoría en el Congreso para prorrogar el estado de alarma, y en tal caso el lunes que viene podríamos salir de casa a la hora que nos dé la gana y para movernos libremente por todo el territorio, podrían abrir todos los bares sin límites y podríamos viajar en transporte público sin el engorro de ponernos una mascarilla. La parte mala es que, en tales condiciones, la curva de infectados y de muertos por coronavirus invertiría su tendencia y en unos días se dispararía hacia arriba, pero bueno, siempre que sean los demás los que mueran, sobre todo si son viejos y enfermos, tampoco es para tanto.

Parece que así están las cosas políticamente. Me voy a mojar un poquito, trato de abstenerme de opinar de lo que no sé, pero hoy la cuestión no es de epidemiología, sino de derecho, de lo que sí sé algo.

Pienso que lleva razón Pedro Sánchez cuando dice que es necesario prorrogar el estado de alarma. En nuestro ordenamiento, para poder limitar de forma tan drástica como se viene haciendo muchos derechos constitucionales, como el de libre circulación, no hay otro instrumento jurídico. No lo hay porque nuestros legisladores no lo han previsto, ni en la Ley General de Sanidad de 1986, ni en la Ley Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública del mismo año, ni en la Ley General de Salud Pública de 2011, ni en la Ley del Sistema Nacional de Protección Civil de 2015. La responsabilidad de que eso sea así está bien repartida, ni el PSOE, ni el PP, cuando han gobernado (22 y 15 años en solitario, respectivamente), lo han hecho, ni tampoco partidos que les han apoyado como el PNV o CiU. Es por ello que todas las medidas que se han ido adoptando para combatir la actual pandemia pivotan sobre la declaración del estado de alarma. Si no se prorroga, se cae casi todo, desde las medidas de confinamiento hasta los ERTE, pasando por las ayudas a los trabajadores autónomos.

Algún presidente autonómico ha propuesto, como alternativa a prorrogar el estado de alarma, aprobar una ley orgánica. Acierta en cuanto a que es necesaria una ley orgánica para limitar los derechos constitucionales en el grado que requiere una epidemia como la que sufrimos, está constitucionalmente vedado hacerlo por decreto-ley; pero yerra en cuanto a que sea posible y conveniente tramitar una ley orgánica en estas circunstancias y con la celeridad que sería necesaria. Desde luego, es imposible hacerlo para dentro de una semana.

En el fondo del debate se halla, como es habitual, una pugna política, en este caso una pugna sobre el poder. Que con el estado de alarma se establezca un mando único, que parece una medida razonable, molesta a quienes no forman parte de él. A algunos presidentes autonómicos que preferirían ser ellos quienes mandasen en su territorio, y a algunos partidos de la oposición empeñados en poner palos en las ruedas para que el enemigo no pueda apuntarse ningún tanto. En este país las apelaciones a la unidad, la lealtad y la cooperación suelen ser cantos para disimular el sectarismo, el cainismo y la deslealtad que suele presidir nuestra vida política desde hace varios siglos.

Pedro Sánchez es un político poco hábil y con muy poca mano izquierda a la hora de negociar y lograr acuerdos. Lo ha demostrado, a lo largo de su trayectoria política, tanto dentro de su partido como a la hora de formar Gobierno. En estos momentos sería necesario un liderazgo capaz de sembrar consenso y una gestión más cooperativa. Lo dificultan tanto la torpeza del presidente del Gobierno de España como la simétrica torpeza, así como el nulo interés y el cinismo, de algunos presidentes autonómicos, pero lo impide también la propia cultura política que rige el llamado Estado de las autonomías.

Pienso que, a partir de la Constitución de 1978, se abrió un proceso para crear las comunidades autónomas y para transferirles una buena parte de las competencias y de los recursos personales y materiales del Estado que ha dejado siempre pendiente la construcción de un auténtico Estado autonómico, un Estado compuesto, no solo descentralizado. El Estado se desprendió de las funciones y recursos que fue transfiriendo a las comunidades recién creadas, pero siguió manteniendo una organización y unos hábitos de funcionamiento demasiado parecidos a los del Estado unitario y centralista (que no merece la pena añorar, era una organización bastante ineficaz donde cada gobernador civil, en alianza con los caciques locales, manejaba su provincia como un cortijo). El papel del Estado como coordinador ha sido bastante deficiente, por falta de costumbre y de convicción, cuando lo intenta se le nota demasiado el viejo resabio del ordeno y mando. Por su parte, las comunidades autónomas se crearon tomando como modelo el Estado unitario, el único que conocían los políticos y los funcionarios que realizaron esa tarea, y por eso se han configurado también como comunidades internamente centralistas. Tanto el Estado como las comunidades autónomas tienen una particular querencia por reclamar y ejercer sus competencias exclusivas de forma exclusiva; les gusta mucho administrar sus propias parcelas y les cuesta mucho más tener que hacerlo de forma cooperativa y coordinada. Las leyes y los estatutos de autonomía rebosan de competencias que se definen como exclusivas, como si esa especie fuera abundante, cuando la realidad en el complejo mundo que vivimos es que casi ninguna competencia es exclusiva, casi todas son compartidas. Es un sistema que tiene la enorme ventaja de que siempre se puede echar la culpa a otro de lo que no funciona.

Llevamos décadas con una institución tan patética como el Senado como supuesta cámara de representación territorial, en lugar de con un Bundesrat, que es lo que necesitaríamos para canalizar la cooperación, e improvisando remedios inútiles como las conferencias de presidentes o, en estos tiempos de pandemia, las videoconferencias dominicales de presidentes donde se sigue cultivando la práctica del monólogo.

La Constitución de 1978 lleva años necesitando un buen repaso, entre otros aspectos, en el título de organización territorial, que ha quedado obsoleto y que no resuelve los problemas de funcionamiento que tenemos, sobre todo los de participación de las comunidades autónomas en la gestión de lo común y los de organizar la cooperación entre el Estado y las comunidades. Lo han impedido los intereses partidistas, el cortoplacismo y las miserias mil que presiden nuestra vida pública. Ojalá que la situación que vivimos nos lleve, no a la anterior anormalidad en la que vivíamos, sino a una nueva etapa donde se inicie una reflexión seria y profunda sobre la institucionalización del Estado que necesitamos para las próximas décadas. Digo ojalá (law šá lláh, “Dios lo quiera”) muy conscientemente. No sé si nosotros lo queremos.

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