lunes, 16 de marzo de 2020

Escrito durante el coronavirus 4


Desafiando al frío, la lluvia y al coronavirus esta mañana he ido a trabajar. Hoy tampoco me he afeitado. Por un pequeño problema dermatológico no lo hago todos los días, sino de cuando en cuando, pero he pensado espaciar todavía más los rasurados porque lucir barba de unos días ofrece un aspecto muy apropiado para el estado de alarma. La imagen es importante. A la temprana hora en que acudo a mi puesto de trabajo normalmente hay todavía muy poca gente por la calle, así que hoy no he notado ninguna diferencia. Iba preparado para ser interceptado por la policía, incluso por la Unidad Militar de Emergencias que ha sido desplegada en algunas ciudades, y para explicarles en tono de complicidad que soy uno de los suyos, de los héroes a los que estos días el deber exigía salir de casa y arriesgar la salud y, quién sabe, puede que sacrificar la vida, para que los servicios esenciales no se paralicen. No ha sido el caso, no me he tropezado con ningún control. Quizás mejor, porque a diferencia de ellos yo soy de los héroes más anónimos, de los que nunca recibirán el aplauso que estos días se brinda a los sanitarios desde los balcones. No soy uno de los funcionarios a los que la sociedad admira y reconoce sus méritos: médicos, enfermeros, profesores, policías, bomberos, investigadores, astronautas. Soy de esos que los barómetros del CIS identifican solamente como “funcionarios” y valoran con una puntuación muy baja, los que trabajamos con papeles en un despacho y a los que nos imaginan todavía con manguitos y dedicados durante toda la jornada laboral a leer la prensa, tomar cafés y hacer la compra, salvo para atender puntualmente a algún ciudadano con un “vuelva usted mañana”. Sé que no contaremos con otra forma de gratitud que el magro pero puntual salario y que el ritual discurso de despedida que nos dedican cuando nos jubilamos. Nuestra labor es invisible. La mayoría de la gente cree que las nóminas de los policías son confeccionadas por un sistema informático que no precisa intervención humana, que los bomberos se llevan la manguera de casa, que no hace falta comprar las mascarillas del personal sanitario porque proceden de donaciones que hacen los ciudadanos de origen chino, que las oposiciones para el ingreso de maestros se convocan solas, que las instancias que los ciudadanos presentan a la Administración las leen los pajes que ayudan a los Reyes Magos, que los hospitales los equipa Amancio Ortega y que los impuestos necesarios para pagarlo todo se recaudan por arte de magia. Los que, entre bastidores, movemos toda la maquinaria precisa para que los servicios públicos funcionen, los burócratas, estamos condenados al menosprecio y al anonimato. No importa, nuestro sentido de la responsabilidad está mucho más allá de esas pequeñas miserias humanas.

En nuestro servicio hemos tenido una baja, un compañero está con fiebre… ya veremos si es coronavirus y si ha tenido la oportunidad de compartirlo con alguien más durante las pasadas semanas. Algún otro se ha encerrado en su despacho y ha comunicado que solo saldría de él para dirigirse al aseo provisto de guantes y mascarilla, y que aplicando las recomendaciones de las autoridades sanitarias no pensaba aproximarse a nadie ni tocar ningún expediente de papel. Yo, sin llegar a ese extremo, también he procurado limitar al máximo el contacto humano y apenas moverme de mi despacho. Aun estando separados solo por una pared, nos hemos ido comunicando por correo electrónico y hemos solicitado que nos envíen a teletrabajar, ya que en lugar del lema #EsteVirusLoParamosUnidos nos estaban aplicando el de #EsteVirusLoPasamosJuntos. Por fin, cuando llevábamos casi media jornada hecha, la superioridad nos ha comunicado que a partir de mañana podemos trabajar en casa. Las cosas de palacio…

Lo más duro de todo ha sido que, por el cierre de bares y cafeterías, no se podía tomar el acostumbrado café con pincho para el que tenemos concedidos treinta minutos de pausa en el trabajo. Después de casi cuatro décadas de experiencia laboral, a mi organismo le cuesta funcionar sin el adecuado nivel de cafeína en sangre, y lo de comer algo a media mañana lo hago por prescripción facultativa. Me he tenido que apañar comprando un café frío preelaborado, y algo de picar, en el supermercado de abajo, teniendo buen cuidado de mantener la distancia de seguridad, como reclamaban insistentemente por megafonía, y de no aglomerarme en la caja.

A partir de mañana, pues, estaré todavía más confinado en casa, salvo las salidas imprescindibles. Al menos, tendré café de verdad y, lo más importante, por fin he conseguido aprovisionarme de papel higiénico.

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