sábado, 28 de marzo de 2020

Escrito durante el coronavirus 16


Vamos a creer que el estado de alarma acabará el 12 de abril, que no habrá otra prórroga, y que entonces cesará nuestra reclusión domiciliaria porque la epidemia estará, al menos, controlada. Así que confiemos en que ya estamos a mitad de la cuarentena obligada, solo queda la otra mitad, y nos coge entrenados. La esperanza es lo último que se pierde.

Entre los muchos destrozos que está produciendo la epidemia, se encuentran los que está sufriendo el sector de la cultura en general, y el del libro en particular, que a mí me toca más de cerca. Se da la paradoja de que se está leyendo mucho, pero se están vendiendo pocos libros. Yo mismo estoy aprovechando para reducir un poco la pila de libros pendientes que tengo en casa. Hoy leo en la prensa sobre la preocupación que existe en las librerías, obligadas a un mes de cierre, que esperan alguna actuación por parte de los poderes públicos para evitar su hundimiento. Ojalá fueran solo las librerías, o el sector editorial. Aunque muchos han criticado la definición de la lucha contra la pandemia de coronavirus como una guerra, por su matiz militarista, creo que tomada como metáfora resulta afortunada. Vamos a necesitar una economía de guerra, y una economía de postguerra, para salir, aunque sea maltrechos, de esta. Habrá que reeditar el berlanguiano “¡Bienvenido, míster Marshall!”, aunque en esta época quizás necesitemos decir “Willkommen, Herr Marschall!” (o “Frau Merkel”).

Una economía de guerra exige variar las prioridades y aceptar sacrificios. Sacrificios, no en uno de los sentidos del diccionario de la RAE, como “matanza de personas, especialmente en una guerra o por una determinada causa”, que tipejos como Trump o Bolsonaro parecen aceptar sin problemas, que mueran masivamente viejos y pobres para salvar el orden capitalista y las cuentas de resultados, sino como “peligro o trabajo graves a que se somete una persona” o “acto de abnegación inspirado por la vehemencia del amor”. En ninguno de sus sentidos, los sacrificios debieran implicar dejar hundirse al sector cultural, en nuestro país o en cualquier otro país, suponiendo que resulta perfectamente prescindible y que su supervivencia no está entre las prioridades vitales.

Cuentan que durante la II Guerra Mundial le propusieron a Winston Churchill recortar el presupuesto de cultura para incrementar los gastos bélicos, a lo cual él respondió: “¿Quitarle el presupuesto a la cultura? Entonces, ¿para qué luchamos?”. Como tantas otras célebres y archirrepetidas frases, es perfectamente apócrifa (descubrir falsas citas y falsas anécdotas es un deporte que me entretiene mucho). Lo tiene comprobado y publicado Richard M. Langworth, expresidente de la International Churchill Society y especialista en la vida del político británico. Churchill nunca dijo eso. No obstante, como reza el refrán italiano, se non è vero, è molto ben trovato. Churchill podría haberlo dicho, recordemos que fue Premio Nobel de Literatura en 1953 (las malas lenguas dicen que parte del mérito es de sus negros), y se sabe que creía en la importancia de la política cultural, como se desprende de esta frase que sí es suya: “Las artes son esenciales para una vida nacional plena. El Estado se debe a sí mismo sostenerlas y alentarlas”.

Estos días a mucha gente le ayuda pasar las horas de encierro leyendo (los que dedican el tiempo a ver mucha televisión quizás sobrevivan a la epidemia, pero su deterioro intelectual probablemente sea irreparable). A ver si después mantenemos la costumbre e invadimos masivamente las librerías para reponer las existencias de nuestras bibliotecas…

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