Arde
Mineápolis. Protestas, que a menudo degeneran en violencia, contra la actuación
de un policía que abusó de su poder y mató por asfixia al ciudadano negro (allí
dicen afroamericano) al que estaba deteniendo. Pervive un profundo racismo en
la sociedad norteamericana, y probablemente en cualquier sociedad, pero en esa
se nota más por su historia y sus características multirraciales. El problema
de fondo, uno de los eternos y grandes problemas de los seres humanos, es que
quienes se hallan revestidos de poder en algún momento caen en la tentación de
abusar de él. El reto de una sociedad civilizada y bien organizada es,
precisamente, cómo repartir el poder, cómo limitarlo y cómo controlarlo para
que se emplee correctamente sin caer en el abuso. Y por poder, me refiero a
cualquier poder, a cualquiera que ostente la potestad de condicionar o influir
en la conducta de otras personas, tanto el poder político como el jurídico, la
patria potestad, la autoridad religiosa, el “cuarto poder” de los medios de
comunicación, el poder del empresario en su ámbito, por supuesto el poder del
dinero, y el poder que confiere un uniforme de policía.
De momento,
una de las mejores soluciones que hemos encontrado ha sido la fórmula del
Estado de derecho. A lo largo de la historia, las leyes han sido muy a menudo utilizadas
por quienes detentan el poder (político, económico, militar, religioso) para dominar
y aplastar a quienes carecen de él. Contra ello surge la exigencia de que la
ley sea igual para todos, para los fuertes y para los débiles; quien detenta el
poder también ha de estar sometido a las leyes; el Estado de derecho es un
Estado sometido al derecho, no un Estado que oprime a través del derecho. Claro
que esta es una aspiración por la que hay que esforzarse cada día; los
poderosos tratan de sacudirse la ley y que sean los demás los que la cumplan;
los desposeídos tienen que clamar contra los privilegios y las desigualdades.
Que la Constitución española proclame el Estado de derecho no es un término de
llegada, sino de salida, hay que mantener una constante lucha para vencer las
resistencias que existen para que, de verdad, todos se sometan por igual a la
ley.
Hace
años, de visita en Australia, entré en el equivalente de una casa consistorial,
la sede de un local council. Curioseé entre los folletos informativos
que se ofrecían al público y me llamó la atención uno sobre la policía.
Informaba a los ciudadanos sobre sus derechos frente a la policía, y sobre
la forma de reaccionar ante cualquier actuación abusiva de esta. Me pareció un
buen síntoma de una adecuada cultura cívica en un país de larguísima tradición
democrática. Y, desde luego, no supone poner en cuestión la labor de la
policía, sino colocarla en su lugar, como institución al servicio de los
ciudadanos, que son quienes pueden y deben exigir y controlar.
Me
gustaría que, entre nosotros, las instituciones también adoptaran esa actitud,
y no la usual de autobombo a ultranza, agitar banderas y clamar por el honor
mancillado ante cualquier crítica. Pero en países donde, por razones históricas,
nos cuesta tanto sacudirnos el estatus de súbdito, la relación con el poder
sigue siendo problemática. O se le adora y obedece sin rechistar, o se le
combate como esencialmente tiránico. A menudo depende de quién lo detente, si
son los míos todo va bien, si son los otros hay que llamar a la rebelión, y
esto sucede tanto a derecha como a izquierda. Falta la cultura de tolerar el
poder como uno de esos inconvenientes necesarios para la convivencia que ha de
ser aceptado, pero constantemente vigilado. Ha de ser objeto de una respetuosa
desconfianza; acatado, no idolatrado; auxiliado, pero sin caer en la sumisión; criticado
sin acritud, e incluso denunciado siempre que sea necesario, y reconocido
cuando acierta, sin incurrir en el culto al poder. Y quien ejerce el poder, sea
en una alta magistratura o como simple funcionario, tiene que ser consciente de
la responsabilidad y de los riesgos de la misión que ejerce, ser sobre todo
exigente consigo mismo y humilde para aceptar las críticas y corregir los
errores.
Sí, qué
camino tan largo nos queda por recorrer…
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