Resulta
curioso que ayer, en el Congreso, una diputada se sintiera tan ofendida porque
le dieran el tratamiento de marquesa (que lo es, es XIII marquesa de Casa Fuerte, y además tuvo que tramitar
ante el Ministerio de Justicia que le reconocieran el título, algún interés
tenía en él) que llamó a su interlocutor hijo de terrorista.
¿Cuándo llamar marquesa a una marquesa se ha vuelto despectivo? Vale, ya sé que cualquier
vocablo se puede utilizar despectivamente, hasta el apellido de uno, como en
aquel famoso “váyase, señor González”. Pero que se tome como ofensa parece un
poquito exagerado, sobre todo porque se trata de un título nobiliario, que se
supone que ennoblece y honra a su titular. Además, hay una larga tradición
parlamentaria de uso de los títulos nobiliarios. Si acudimos a los diarios de
sesiones del Congreso en el siglo XIX y primeras décadas del siglo XX, hasta la
II República, vemos que se utilizaba el tratamiento correspondiente, duque,
marqués, conde, en lugar del nombre y apellido, para designar a los diputados con título. Probablemente en aquellas
épocas se hubiesen ofendido si les hubieran apeado el tratamiento. Algún destacado
político es más conocido por su título que por su nombre; casi nadie recuerda
que el conde de Romanones se llamaba Álvaro Figueroa y Torres, o que el duque
de Ahumada, fundador de la Guardia Civil y tan mentado estos días, se llamaba Francisco
Javier Girón y Ezpeleta (lo menciono como político ya que, además de militar, fue
senador).
En
otras épocas había muchos diputados con título nobiliario, a veces hasta una
quinta parte. Claro que también era muy habitual que se premiase a militares y
políticos con un título para agradecer los servicios prestados. Espartero fue
duque de la Victoria, duque de Morella, conde de Luchana y Príncipe de Vergara;
Narváez, duque de Valencia; O’Donnell, duque de Tetuán y conde de Lucena; Prim,
conde de Reus y marqués de los Castillejos; el ducado de Cánovas del Castillo
fue concedido póstumamente a la viuda del fundador del Partido Conservador,
asesinado siendo presidente del Consejo; lo mismo sucedió con los ducados de
Canalejas y de Dato; el dictador Miguel Primo de Rivera, que ya era marqués de
Estella por herencia de su padre, recibió la Grandeza de España. Tras el
paréntesis de la República, que suprime los títulos nobiliarios, Franco asumió
la prerrogativa de otorgarlos, aunque no fuera rey (o no del todo), y
también los concedió para reconocer servicios que le habían prestado, a veces póstumamente:
ducado de Calvo Sotelo, ducado de Primo de Rivera, ducado de Mola, marquesado
de Queipo de Llano, marquesado de Kindelán, ducado de Carrero Blanco, este
también a la viuda tras el magnicidio. La monarquía restaurada en 1975 tomó la
costumbre de ennoblecer, entre otros, a los expresidentes del Gobierno: ducado
de Franco, marqués de Arias Navarro, duque de Suárez, marqués de la Ría de
Ribadeo (a Leopoldo Calvo-Sotelo, el apellido ya estaba pillado). Cuentan que
Felipe González rechazó un título, no le parecía propio de un socialista, ha
preferido los consejos de administración. Dicen las malas lenguas que Aznar
quiso un título, pero no lo recibió, quizás porque el rey Juan Carlos
había dado por finiquitada la tradición, o quizás porque ambos se llevaban mal.
Sobre Rodríguez Zapatero existen dos cotilleos: que quiso un título pero no se
lo ofrecieron, y que se lo ofrecieron pero no lo quiso. De Rajoy, de momento,
no se dice nada, pero ya le concedieron un título mucho mejor que el de duque o
marqués, el de registrador de la propiedad.
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