Buenas
y malas noticias. Puede que pasado mañana el Gobierno no tenga mayoría en el
Congreso para prorrogar el estado de alarma, y en tal caso el lunes que viene podríamos
salir de casa a la hora que nos dé la gana y para movernos libremente por todo
el territorio, podrían abrir todos los bares sin límites y podríamos viajar en
transporte público sin el engorro de ponernos una mascarilla. La parte mala es
que, en tales condiciones, la curva de infectados y de muertos por coronavirus invertiría
su tendencia y en unos días se dispararía hacia arriba, pero bueno, siempre que
sean los demás los que mueran, sobre todo si son viejos y enfermos, tampoco es
para tanto.
Parece
que así están las cosas políticamente. Me voy a mojar un poquito, trato de
abstenerme de opinar de lo que no sé, pero hoy la cuestión no es de epidemiología,
sino de derecho, de lo que sí sé algo.
Pienso
que lleva razón Pedro Sánchez cuando dice que es necesario prorrogar el estado
de alarma. En nuestro ordenamiento, para poder limitar de forma tan drástica
como se viene haciendo muchos derechos constitucionales, como el de libre
circulación, no hay otro instrumento jurídico. No lo hay porque nuestros legisladores
no lo han previsto, ni en la Ley General de Sanidad de 1986, ni en la Ley
Orgánica de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública del mismo año, ni en
la Ley General de Salud Pública de 2011, ni en la Ley del Sistema Nacional de
Protección Civil de 2015. La responsabilidad de que eso sea así está bien
repartida, ni el PSOE, ni el PP, cuando han gobernado (22 y 15 años en solitario,
respectivamente), lo han hecho, ni tampoco partidos que les han apoyado como el
PNV o CiU. Es por ello que todas las medidas que se han ido adoptando para
combatir la actual pandemia pivotan sobre la declaración del estado de alarma.
Si no se prorroga, se cae casi todo, desde las medidas de confinamiento hasta
los ERTE, pasando por las ayudas a los trabajadores autónomos.
Algún
presidente autonómico ha propuesto, como alternativa a prorrogar el estado de
alarma, aprobar una ley orgánica. Acierta en cuanto a que es necesaria una ley
orgánica para limitar los derechos constitucionales en el grado que requiere
una epidemia como la que sufrimos, está constitucionalmente vedado hacerlo por
decreto-ley; pero yerra en cuanto a que sea posible y conveniente tramitar una
ley orgánica en estas circunstancias y con la celeridad que sería necesaria.
Desde luego, es imposible hacerlo para dentro de una semana.
En el
fondo del debate se halla, como es habitual, una pugna política, en este caso
una pugna sobre el poder. Que con el estado de alarma se establezca un mando único,
que parece una medida razonable, molesta a quienes no forman parte de él. A
algunos presidentes autonómicos que preferirían ser ellos quienes mandasen en
su territorio, y a algunos partidos de la oposición empeñados en poner palos en
las ruedas para que el enemigo no pueda apuntarse ningún tanto. En este país
las apelaciones a la unidad, la lealtad y la cooperación suelen ser cantos para
disimular el sectarismo, el cainismo y la deslealtad que suele presidir nuestra
vida política desde hace varios siglos.
Pedro
Sánchez es un político poco hábil y con muy poca mano izquierda a la hora de
negociar y lograr acuerdos. Lo ha demostrado, a lo largo de su trayectoria
política, tanto dentro de su partido como a la hora de formar Gobierno. En
estos momentos sería necesario un liderazgo capaz de sembrar consenso y una
gestión más cooperativa. Lo dificultan tanto la torpeza del presidente del
Gobierno de España como la simétrica torpeza, así como el nulo interés y el
cinismo, de algunos presidentes autonómicos, pero lo impide también la propia
cultura política que rige el llamado Estado de las autonomías.
Pienso
que, a partir de la Constitución de 1978, se abrió un proceso para crear las
comunidades autónomas y para transferirles una buena parte de las competencias
y de los recursos personales y materiales del Estado que ha dejado
siempre pendiente la construcción de un auténtico Estado autonómico, un Estado
compuesto, no solo descentralizado. El Estado se desprendió de las funciones y
recursos que fue transfiriendo a las comunidades recién creadas, pero siguió
manteniendo una organización y unos hábitos de funcionamiento demasiado
parecidos a los del Estado unitario y centralista (que no merece la pena añorar,
era una organización bastante ineficaz donde cada gobernador civil, en alianza
con los caciques locales, manejaba su provincia como un cortijo). El papel del
Estado como coordinador ha sido bastante deficiente, por falta de costumbre y
de convicción, cuando lo intenta se
le nota demasiado el viejo resabio del ordeno y mando. Por su parte, las comunidades autónomas se crearon tomando como
modelo el Estado unitario, el único que conocían los políticos y los funcionarios
que realizaron esa tarea, y por eso se han configurado también como comunidades
internamente centralistas. Tanto el Estado como las comunidades autónomas
tienen una particular querencia por reclamar y ejercer sus competencias
exclusivas de forma exclusiva; les gusta mucho administrar sus propias parcelas
y les cuesta mucho más tener que hacerlo de forma cooperativa y coordinada. Las
leyes y los estatutos de autonomía rebosan de competencias que se definen como
exclusivas, como si esa especie fuera abundante, cuando la realidad en el
complejo mundo que vivimos es que casi ninguna competencia es exclusiva, casi
todas son compartidas. Es un sistema que tiene la enorme ventaja de que siempre
se puede echar la culpa a otro de lo que no funciona.
Llevamos
décadas con una institución tan patética como el Senado como supuesta cámara de
representación territorial, en lugar de con un Bundesrat, que es lo que
necesitaríamos para canalizar la cooperación, e improvisando remedios inútiles
como las conferencias de presidentes o, en estos tiempos de pandemia, las
videoconferencias dominicales de presidentes donde se sigue cultivando la
práctica del monólogo.
La
Constitución de 1978 lleva años necesitando un buen repaso, entre otros aspectos,
en el título de organización territorial, que ha quedado obsoleto y que no
resuelve los problemas de funcionamiento que tenemos, sobre todo los de
participación de las comunidades autónomas en la gestión de lo común y los de
organizar la cooperación entre el Estado y las comunidades. Lo han impedido los
intereses partidistas, el cortoplacismo y las miserias mil que presiden nuestra
vida pública. Ojalá que la situación que vivimos nos lleve, no a la anterior anormalidad
en la que vivíamos, sino a una nueva etapa donde se inicie una reflexión seria
y profunda sobre la institucionalización del Estado que necesitamos para las
próximas décadas. Digo ojalá (law šá lláh, “Dios lo quiera”) muy
conscientemente. No sé si nosotros lo queremos.
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