Es obvio
para todo el mundo que la pandemia nos sorprendió sin estar preparados. Sin mascarillas,
sin pruebas, con las plantillas sanitarias mermadas y precarizadas, el gasto
público todavía recortado por las políticas de austeridad. Ya he escrito que en
el ámbito legislativo tampoco se había previsto una situación como esta, las
normas jurídicas se han tenido que improvisar y hacerlas pivotar sobre un
estado de alarma al que habría que dar un repaso. Y así podríamos seguir
enumerando hasta el infinito la de apaños que hemos tenido que hacer todos ante
un escenario inesperado que ha venido a turbar una vida despreocupada por los
riesgos que amenazan nuestra civilización.
Aterrizando
en mis circunstancias: no estábamos preparados para el teletrabajo, aunque
llevemos años hablando de él. En lo que a mí me atañe, en la Administración en
la que presto mis servicios, hace ya tiempo que incluso hay leyes que alientan,
de momento no obligan, al Gobierno de Navarra a implantarlo allá donde resulte
adecuado. Pero las cosas de palacio van despacio. Muchas veces he comentado
que, probablemente, llegaría a la jubilación (feliz hecho que se producirá,
Dios mediante, dentro de algunos meses), sin haber conocido el teletrabajo. La
pandemia va a tener como resultado que sí lo voy a conocer… un poquito. Esta
semana, por fin, después de siete semanas de confinamiento domiciliario y
teórico “trabajo no presencial”, he podido instalar en mi ordenador de casa la
aplicación que me permite conectar con el ordenador que tengo asignado en el
trabajo. A partir de ahora, puedo sentarme ante el ordenador de casa y hacer lo
mismo que con el ordenador del despacho, hasta me sale la misma fotografía de
fondo que tengo puesta allá. Estupendo. Salvo por un pequeño detalle. No tengo
apenas nada que hacer. Igual que si fuera al despacho y me sentara a mi mesa.
La encontraría vacía. Y eso porque, sin aburrir con detalles de mi trabajo pero
acudiendo a una metáfora, la cadena de montaje ha estado parada y no acaba de ponerse
en marcha. No estábamos preparados para esta situación, así que no me llegan
coches que montar, es decir, expedientes que resolver.
La
cosa sería distinta si tuviésemos ya implantada la Administración Electrónica.
Las leyes hace años que han previsto que nos liberemos del papel y nos pasemos
a los trámites telemáticos, a resolverlo todo a través de una pantalla, como
hace tiempo ha hecho en buena medida el sector financiero, una parte del sector
comercial (recordemos el éxito de Amazon) y de los medios de comunicación, como
también lo va consiguiendo poco a poco Hacienda. La ley de procedimiento administrativo
común de 2015 se propuso implantar unas Administraciones Públicas sin papel,
con registros electrónicos, trámites electrónicos y archivos electrónicos. No obstante,
como el cambio tiene sus dificultades, establecía que esas previsiones
entrarían en vigor en el plazo de tres años, para octubre de 2018. Cuando se
echaba encima el plazo, y era obvio que las Administraciones Públicas no estaban
preparadas, se prorrogó el plazo por decreto-ley hasta octubre de 2020. Ya veremos
qué pasa de aquí a cinco meses. El caso es que seguimos teniendo una Administración
que funciona con papel, y por más que desde mi confinamiento domiciliario me
conecte electrónicamente con la oficina, si no me llega el fluido de expedientes
de papel no puedo apenas realizar tarea alguna. Aparte de que hoy mismo, que ha
empezado la campaña de declaración de la renta, la conexión va regular, supongo
que las líneas están sobrecargadas. Llevará su tiempo reordenar los
procedimientos de modo que podamos prescindir del papel e implantar, de verdad,
el teletrabajo.
Mientras
tanto, me entretengo en otras cosas, como en atender a los medios de
comunicación. Hoy se publica en Berria un
artículo en el que se recoge mi opinión, con la de otros juristas, sobre la
prórroga del estado de alarma. Y hoy, con el mismo tema, también he grabado mi
minuto mensual de radio para Onda Cero. Copio aquí lo que he dicho:
“Todos
sabemos que la mayoría de nuestros vecinos son responsables y cumplidores y que
siguen las normas dictadas por las autoridades sanitarias para combatir la
epidemia. También sabemos que hay muchos irresponsables que durante el
confinamiento han salido a coger setas, que salen a la calle en la franja
horaria que no les toca o que hacen corrillos sin respetar las distancias. Son
tantos los irresponsables que es inevitable que algunos lleguen a ser diputados
y que voten en el Congreso contra la prórroga del estado de alarma. La
legislación que tenemos para luchar contra las epidemias es manifiestamente
mejorable, en esto, como en tantas otras cosas, nos han pillado con la guardia
baja. El Gobierno, como todo el mundo, ha tirado para adelante como ha podido,
improvisando y corrigiendo errores sobre la marcha, y ha pecado de falta de
diálogo fluido con otros partidos y de mayor cintura para dar una respuesta
coordinada entre el Estado y las comunidades autónomas. Estas son enfermedades
crónicas de nuestra cultura política desde hace muchos años a las que habría
que poner remedio una vez extinguido el coronavirus. Pero, a día de hoy, no
tenemos otro instrumento jurídico adecuado que el estado de alarma”.
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