A los
tradicionales motivos de división que nos hacen hablar de las dos Españas,
izquierdas y derechas, demócratas y mucho más demócratas, cebollistas y
sincebollistas, taurinos y antitaurinos, mesetarios y periféricos,
antimerengues y anticulés, se une otro a partir de este lunes. En fase 1 y en
fase 2. Unos que rigen su vida por la Orden SND/399/2020, de 9 de mayo, otros
por la Orden SND/414/2020, de 16 de mayo. Unos que ya podremos entrar en los bares,
otros que no podrán pasar de la terraza. Unos que podrán llenar las iglesias solo
hasta un tercio de su aforo, otros hasta la mitad. Unos que tienen que pasear
con franjas horarias y otros sin franjas horarias. Y lo que resulta mucho más
visible: los que llevan mascarilla a todas horas y en todos los lugares
públicos, y los que no.
La
convivencia ya era muy problemática hasta ahora, pero el asunto de las mascarillas
nos ha llevado hasta el límite. Porque, además, dentro de cada grupo, con
mascarilla y sin mascarilla, hay distintos subgrupos. Los hay que llevan
mascarilla pero, en contra de lo que recomiendan los expertos, se la manosean y
se la quitan de vez en cuando: para toser, para fumar, para hacer declaraciones
a la prensa. He visto quien la lleva colgando de una oreja, quien la lleva por
debajo de la barbilla. Otros, en cambio, la llevan como una segunda piel, desde
que salen de casa y hasta que vuelven a ella. Entre los sin mascarilla salvo
que sea estrictamente obligatoria, como al subir en un transporte público, los
hay que respetan escrupulosamente la distancia de dos metros y huyen del
contacto personal, y los hay que no respetan ninguna distancia e incluso se
desplazan o se sientan en un lugar público en cuadrilla compacta,
intercambiando miasmas y, quizás, coronavirus.
A mí,
cuando se producen estos conflictos, siempre me viene a la cabeza la partición.
Que práctico es poder partir un país en dos trozos, y poner a cada lado de la
línea de separación a uno de los colectivos cuya convivencia peligra. Se ha
hecho muchas veces a lo largo de la historia; en Estados Unidos, en su tiempo,
esclavistas al sur y antiesclavistas al norte; en Irlanda, republicanos al sur
y unionistas al norte; en la India británica, hindúes a la India y musulmanes a
Pakistán; en Vietnam, comunistas al norte y capitalistas al sur; en Palestina,
judíos a Israel y árabes… bueno, vamos a dejarlo.
José
Cadalso, en sus Cartas marruecas, en el siglo XVIII ya proponía dividir
España en cuatro partes, septentrional, meridional, occidental y oriental,
separadas por unos canales que fueran de La Coruña a Cartagena y del cabo de
Rosas hasta el de San Vicente. Cada parte tendría su idioma, vizcaíno, andaluz,
gallego y catalán, su traje típico, y sus instituciones. La Corte iría pasando
de una a otra según las estaciones. Quizás no haya que ir tan lejos y baste con
hacer dos partes. En una, todos los que llevan mascarilla permanente; en otra,
los que no quieren llevarla salvo fuerza mayor. Claro que podrían tomarse otros
criterios de separación; a un lado del muro, o del canal, o de lo que se ponga
para dividir, todos de izquierdas; al otro lado, todos los de derechas; en un
lado habría sanidad pública universal, en el otro lado solo sanidad privada, la
de debates que esto ahorraría. También se podría poner a un lado a los
cebollistas y al otro lado a los sincebollistas. O los forofos del fútbol separados
de los que odian el fútbol. O en una parte a los que ponen piña a la pizza y al
otro lado a los seres humanos. Bueno, estos detalles podremos afinarlos más
adelante si se acepta la idea de la partición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario