Cuando
sales a la calle en una ciudad en fase 2, como la mía, se respira un aire de
casi normalidad. Los comercios abiertos, los bares también, las terrazas
llenas. Sólo resulta un poco extraño que la gente lleve mascarilla. Sin
embargo, cuando uno va al supermercado a hacer la compra debidamente enmascarillado,
renace la sensación de estar en una película de ciencia-ficción. Te rocían las
manos de gel hidroalcohólico, te exigen que calces guantes de plástico, la
clientela deambula por los pasillos evitándose mutuamente, haces la cola de la
caja situándote en las marcas del suelo para mantener la distancia y pagas con
una mampara de plástico de por medio. Pero para sentirse plenamente en una
película de catástrofes, no hay como ir al dentista. Me ha tocado esta semana,
tenía pendiente que me dieran cita para arreglarme algunas averías en las
quijadas. No he estado nunca en una central nuclear, ni es una experiencia que
me atraiga, pero supongo que las medidas de seguridad para entrar serán
parecidas a las que se han establecido en las clínicas dentales. Primero, por
teléfono te someten a un cuestionario exhaustivo sobre tu vida en los catorce
días anteriores: si has tenido fiebre, si has tenido tos, si has tenido fatiga,
si te has juntado con malas compañías infectadas por coronavirus. Una vez que
les has convencido de no estar enfermo, te dictan medidas de seguridad para asegurarse
de que no vas a introducir el virus en sus dependencias: nada de llevar reloj o
joyas donde pueda esconderse el bicho, mascarilla obligatoria al llegar, prohibido
el uso de móviles, sé puntual, no llegues antes de la hora y les molestes, si
llevas coche y lo dejas en la zona azul no te dejarán salir a echar monedas. Me
atemorizaron tanto que, además de ni llevar el móvil, desinfecté la cartera y
las gafas antes de salir de casa.
Una
vez en la clínica, te someten a un riguroso protocolo de higiene antivirus: te inmovilizan
en la zona de seguridad marcada con líneas rojas junto a la entrada, te toman
la temperatura, te rocían las manos de desinfectante, te ponen guantes de goma,
gorro de ducha, gafas protectoras y calzas sobre los zapatos, previamente rociadas
las suelas con el desinfectante. Solo entonces te permiten la entrada y te atiende
un personal bien equipado con gorros, mascarillas, viseras integrales de plástico,
guantes y demás. Hasta que no te tienen colocado en el sillón odontológico donde
te van a intervenir, no te permiten quitarte la mascarilla. La parte buena de
todo esto es que, bajo los focos quirúrgicos, te sientes como un terrícola
abducido por extraterrestres para experimentar con tu cuerpo y, con la
impresión, apenas notas las inevitables molestias que te producen con sus aguzados
instrumentos sobre el potro de tormento. He estado a punto de confesar el
asesinato de Manolete, pero con la anestesia me resultaba difícil hablar. En
fin, dediquemos un aplauso también a estos sanitarios, tan a menudo olvidados, que se baten en primera línea contra el coronavirus.
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