jueves, 5 de noviembre de 2020

Día menos nueve

Mi ejercicio de la abogacía no duró mucho. No la dejé por la fauna con la que uno se relaciona en ese trabajo, por mucho que no sea la más deseable: manguis, traficantes de drogas, maridos maltratadores, proxenetas, policías asesinos, magistrados de trabajo que te amenazaban para que conciliaras, fiscales que iban a degüello contra un abogado primerizo, estafadores, jueces demasiado ocupados para escuchar a las partes, etarras, otros abogados que te daban una puñalada por la espalda en cuanto te descuidabas, empresarios que no pagaban a sus trabajadores, y un largo etcétera sobre el que no te habían advertido nada en la Universidad.

Tampoco abandoné porque en aquella época el turno de oficio se encomendara a los colegiados más novatos, para que fueran aprendiendo, con lo cual te caían cosas que le venían muy grandes a tu escasa experiencia del derecho y de la vida en general, y que tenías que defender con grandes dosis de  audacia, esfuerzo y angustia. Ni siquiera porque el Ministerio de Justicia pagara tarde y mal (creo que la tradición se mantiene) a la mano de obra barata que tiene en los abogados para atender a los detenidos y a los ciudadanos sin recursos. Todo eso hubiera sido soportable teniendo para comer. El problema es que había demasiados abogados en Pamplona (creo que ahora hay todavía más) y no había pleitos suficientes para todos; al menos, pleitos con los que poder ganarse la vida. Así que, después de una temporada de intentar abrirme camino y de ver un futuro muy poco prometedor, decidí aprovechar la ocasión que pasaba por delante de la puerta y opositar a la Administración Pública. Eran buenos tiempos para ello; Navarra estaba recién amejorada, se estaba construyendo el Estado de las autonomías y el Estado de bienestar, poco después nos convertiríamos en europeos de pleno derecho, la Administración Foral crecía y se convocan muchas plazas. En el año 34 a. C. (antes del COVID-19) me presenté a unas pruebas de contratación temporal y obtuve un puesto que me permitió ganar experiencia y, tras unos meses de hincar los codos, sacar las oposiciones para convertirme en funcionario, en Técnico de Administración Pública (rama jurídica). Un trabajo fijo y para toda la vida, la ilusión de cualquier madre. Entre ellas, la mía, que tuvo la fortuna de ver a cuatro de sus siete hijos convertidos en funcionarios. A la Función Pública, a servir a los ciudadanos, aunque a veces los ciudadanos no se dejen servir de buen grado, he dedicado los casi treinta y cinco años cotizados que se exigen para la jubilación voluntaria, a la que me presentaré voluntario dentro de poco, después de disfrutar de un permiso sin sueldo durante los últimos seis meses de mi vida funcionarial. Con hoy, me quedan nueve días laborables para iniciarlo.
   

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