Ya
antes del confinamiento a que nos obliga la pandemia de coronavirus pasaba
mucho tiempo, probablemente demasiado, en las redes sociales. Ahora dedico
todavía más tiempo y me temo que el daño neurológico vaya en aumento. Creo que,
entre otras dolencias, estoy desarrollando un Síndrome de Sensibilidad Ortográfica.
Cada vez soy más hipersensible ante las faltas de ortografía. Y no solo ante
las faltas que inundan las redes y que cometen, incluso, personas que supuestamente saben
escribir decentemente (o quizás es que tienen muy buenos negros o correctores editoriales).
Hay expresiones que empiezan a hacerme daño hasta cuando están bien escritas.
Me sucede, por ejemplo, con “haber” y “a ver”. Se ha hecho tan habitual el uso
de “haber” en lugar de “a ver” (“haber si nos aclaramos”, “haber si alguien sabe…”),
que es posible que las generaciones futuras lleguen a considerar que es el mismo
verbo. Ahora, cada vez que leo alguna de ellas, incluso correctamente utilizadas,
entro en estado de shock. Supongo que es una reacción pauloviana.
Sufro
también de otra experiencia traumática con los bulos cibernéticos, y eso que,
como soy objetor de conciencia a WhatsApp, me ahorro una parte de ellos. Ya he
hablado del tema en alguna de mis entregas anteriores, pero ayer sufrí una
revelación. Hasta ahora pensaba que creerse y propagar los bulos era propio de
idiotas, y que el nivel de idiocia de las redes sociales era muy alto. A ver, aclaremos.
No creo que los seres humanos se dividan en dos clases, los idiotas y los que
no lo son. Todos tenemos cierta capacidad de hacer el idiota, aunque unos más y
otros menos. Además, unos se esfuerzan por evitarlo (quiero creer que estoy
entre ellos), pero otros parecen empeñados en cultivar su propia idiotez y,
además, difundir sus efectos. Pensaba que eran estos segundos los que más divulgaban los bulos y que, además, concentraban en su actividad en internet todas sus
capacidades y esfuerzos por hacer el idiota. Por eso me causaba perplejidad
que, de vez en cuando, una persona que conozco en persona, valga la redundancia,
una persona de las que considero inteligentes y sensatas, de las que tratan de
minimizar su innata capacidad para hacer el idiota y que habitualmente lo
consiguen, compartiera un bulo. Además, uno de los bulos más gastados y
groseros, uno de esos que salta a la vista, para cualquier persona que haga un
mínimo esfuerzo para no desperdiciar la vida en idioteces, que es un bulo. Pues
bien, ayer hice notar a una de esas personas que el texto que había copiado y publicado
era una tontería, y a raíz de eso tuve un clarificador intercambio de mensajes.
Resulta que esa persona ya había pensado que quizás fuera una tontería, pero
estaba demasiado atareada como para perder el tiempo en pensar sobre ello así
que, simplemente, copió y publicó el texto y se quedó tan ancha. Después de
nuestra conversación lo borró, una vez que yo le explicara que se podía borrar
cualquier publicación en Facebook, porque pensaba que no se podía.
Así que
la realidad es mucho más aterradora de lo que yo pensaba. No solo los idiotas
en activo propagan bulos. Lo hacen también personas que habitualmente no ejercen
de idiotas. Lo hacen porque sí, de forma mecánica, quizás sin molestarse en
leer detenidamente ni acabar de comprender el contenido del texto que están repitiendo.
Solo leen que les piden que repliquen algo, y lo hacen. Por si acaso. Les
parece una buena idea para no perder el tiempo pensando. Hacen el idiota sin
necesidad y por evitar el mínimo esfuerzo de intentar no hacerlo. La banalidad
de la idiotez, que diría Hannah Arendt. Casi más horrorosa que la banalidad del
mal. O quizás sea lo mismo.
No me
extrañaría que acabemos todos comprando clorito de sodio para curar el
coronavirus.
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