Desafiando
al frío, la lluvia y al coronavirus esta mañana he ido a trabajar. Hoy tampoco
me he afeitado. Por un pequeño problema dermatológico no lo hago todos los
días, sino de cuando en cuando, pero he pensado espaciar todavía más los
rasurados porque lucir barba de unos días ofrece un aspecto muy apropiado para
el estado de alarma. La imagen es importante. A la temprana hora en que acudo a
mi puesto de trabajo normalmente hay todavía muy poca gente por la calle, así
que hoy no he notado ninguna diferencia. Iba preparado para ser interceptado
por la policía, incluso por la Unidad Militar de Emergencias que ha sido
desplegada en algunas ciudades, y para explicarles en tono de complicidad que
soy uno de los suyos, de los héroes a los que estos días el deber exigía salir
de casa y arriesgar la salud y, quién sabe, puede que sacrificar la vida, para
que los servicios esenciales no se paralicen. No ha sido el caso, no me he
tropezado con ningún control. Quizás mejor, porque a diferencia de ellos yo soy
de los héroes más anónimos, de los que nunca recibirán el aplauso que estos
días se brinda a los sanitarios desde los balcones. No soy uno de los
funcionarios a los que la sociedad admira y reconoce sus méritos: médicos,
enfermeros, profesores, policías, bomberos, investigadores, astronautas. Soy de
esos que los barómetros del CIS identifican solamente como “funcionarios” y
valoran con una puntuación muy baja, los que trabajamos con papeles en un
despacho y a los que nos imaginan todavía con manguitos y dedicados durante
toda la jornada laboral a leer la prensa, tomar cafés y hacer la compra, salvo
para atender puntualmente a algún ciudadano con un “vuelva usted mañana”. Sé
que no contaremos con otra forma de gratitud que el magro pero puntual salario
y que el ritual discurso de despedida que nos dedican cuando nos jubilamos.
Nuestra labor es invisible. La mayoría de la gente cree que las nóminas de los
policías son confeccionadas por un sistema informático que no precisa
intervención humana, que los bomberos se llevan la manguera de casa, que no
hace falta comprar las mascarillas del personal sanitario porque proceden de
donaciones que hacen los ciudadanos de origen chino, que las oposiciones para
el ingreso de maestros se convocan solas, que las instancias que los ciudadanos
presentan a la Administración las leen los pajes que ayudan a los Reyes Magos,
que los hospitales los equipa Amancio Ortega y que los impuestos necesarios
para pagarlo todo se recaudan por arte de magia. Los que, entre bastidores,
movemos toda la maquinaria precisa para que los servicios públicos funcionen,
los burócratas, estamos condenados al menosprecio y al anonimato. No importa,
nuestro sentido de la responsabilidad está mucho más allá de esas pequeñas
miserias humanas.
En
nuestro servicio hemos tenido una baja, un compañero está con fiebre… ya
veremos si es coronavirus y si ha tenido la oportunidad de compartirlo con
alguien más durante las pasadas semanas. Algún otro se ha encerrado en su despacho
y ha comunicado que solo saldría de él para dirigirse al aseo provisto de
guantes y mascarilla, y que aplicando las recomendaciones de las autoridades
sanitarias no pensaba aproximarse a nadie ni tocar ningún expediente de papel.
Yo, sin llegar a ese extremo, también he procurado limitar al máximo el
contacto humano y apenas moverme de mi despacho. Aun estando separados solo por
una pared, nos hemos ido comunicando por correo electrónico y hemos solicitado
que nos envíen a teletrabajar, ya que en lugar del lema
#EsteVirusLoParamosUnidos nos estaban aplicando el de
#EsteVirusLoPasamosJuntos. Por fin, cuando llevábamos casi media jornada hecha,
la superioridad nos ha comunicado que a partir de mañana podemos trabajar en
casa. Las cosas de palacio…
Lo más
duro de todo ha sido que, por el cierre de bares y cafeterías, no se podía
tomar el acostumbrado café con pincho para el que tenemos concedidos treinta
minutos de pausa en el trabajo. Después de casi cuatro décadas de experiencia
laboral, a mi organismo le cuesta funcionar sin el adecuado nivel de cafeína en
sangre, y lo de comer algo a media mañana lo hago por prescripción facultativa.
Me he tenido que apañar comprando un café frío preelaborado, y algo de picar,
en el supermercado de abajo, teniendo buen cuidado de mantener la distancia de
seguridad, como reclamaban insistentemente por megafonía, y de no aglomerarme
en la caja.
A
partir de mañana, pues, estaré todavía más confinado en casa, salvo las salidas
imprescindibles. Al menos, tendré café de verdad y, lo más importante, por fin
he conseguido aprovisionarme de papel higiénico.
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