La
Constitución española, y perdón por irme al terreno jurídico, nos está envejeciendo de forma similar a como lo hacen los
cuerpos humanos, es decir, que hay algunas partes que aguantan bien el desgaste, y en cambio
otros órganos dejan de funcionar correctamente. Hay quien tiene el aparato
circulatorio en perfecto estado, pero el digestivo hecho unos zorros; o quien
tiene hecho cisco el sistema nervioso, pero sus riñones filtran igual de bien
que el primer día.
Con ocasión
de la pandemia de coronavirus que estamos sufriendo, se han hecho más notorias
todavía algunas deficiencias tanto de nuestro sistema económico como de nuestro
texto constitucional. Dice el art. 130.1 que “los poderes públicos atenderán a
la modernización y desarrollo de todos los sectores económicos y, en
particular, de la agricultura, de la ganadería, de la pesca y de la artesanía”.
Al legislador constituyente le preocupaba más el futuro de la artesanía, de las
figuritas de Lladró y del encaje de bolillos de Almagro, que el futuro de la
industria, a la que no menciona. Ni se le pasó por la imaginación que
pudiéramos desmantelar buena parte de nuestra producción industrial para llevarla a China o
Bangladés. El art. 128 dice que “mediante ley se podrá reservar al sector
público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio y
asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés
general”. Los constituyentes estarían pensando en recursos esenciales como la
energía, las materias primas, las comunicaciones, los transportes. Cosas que
durante las últimas décadas se han ido considerando esenciales, pero para hacer
pingües negocios, casi todo ha sido privatizado. Al sector público le ha
ido quedando más bien poco. Hoy descubrimos que hay otros recursos esenciales para nuestra supervivencia en los que los padres de la patria, tampoco los hijos de la patria, habían
pensado. Las mascarillas y las batas sanitarias, por ejemplo, que tenemos que
importar precipitadamente, cuando no improvisar en casa artesanalmente (mira, quizás
los constituyentes no andaban tan descaminados), o los test rápidos de
coronavirus, que nos los envían de China tarde y defectuosos, cuando no se
pierden por el camino como le ha sucedido al Gobierno de la Comunidad de Madrid.
El papel higiénico parece que no hace falta importarlo, pero también habría que
ir considerándolo como recurso estratégico a la vista del pánico que surgió ante
su posible escasez en los primeros compases de la epidemia.
En la
civilización que surgirá después de la pandemia, que ya nos dicen los expertos
que será distinta de la que conocimos hasta el día en que nos confinamos en
casa, también habrá que tomar medidas para proteger los balcones, otro recurso
esencial. Hay que prohibir rigurosamente esa arquitectura falsamente moderna de
fachadas lisas y acristaladas. ¿Cómo podríamos sobrevivir a la próxima pandemia
sin balcones?
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