Vamos
a creer que el estado de alarma acabará el 12 de abril, que no habrá otra
prórroga, y que entonces cesará nuestra reclusión domiciliaria porque la
epidemia estará, al menos, controlada. Así que confiemos en que ya estamos a
mitad de la cuarentena obligada, solo queda la otra mitad, y nos coge
entrenados. La esperanza es lo último que se pierde.
Entre
los muchos destrozos que está produciendo la epidemia, se encuentran los que
está sufriendo el sector de la cultura en general, y el del libro en particular,
que a mí me toca más de cerca. Se da la paradoja de que se está leyendo mucho,
pero se están vendiendo pocos libros. Yo mismo estoy aprovechando para reducir
un poco la pila de libros pendientes que tengo en casa. Hoy leo en la prensa
sobre la preocupación que existe en las librerías, obligadas a un mes de cierre,
que esperan alguna actuación por parte de los poderes públicos para evitar su
hundimiento. Ojalá fueran solo las librerías, o el sector editorial. Aunque
muchos han criticado la definición de la lucha contra la pandemia de
coronavirus como una guerra, por su matiz militarista, creo que tomada como metáfora
resulta afortunada. Vamos a necesitar una economía de guerra, y una economía de
postguerra, para salir, aunque sea maltrechos, de esta. Habrá que reeditar el
berlanguiano “¡Bienvenido, míster Marshall!”, aunque en esta época quizás
necesitemos decir “Willkommen, Herr Marschall!” (o “Frau Merkel”).
Una
economía de guerra exige variar las prioridades y aceptar sacrificios.
Sacrificios, no en uno de los sentidos del diccionario de la RAE, como “matanza
de personas, especialmente en una guerra o por una determinada causa”, que tipejos
como Trump o Bolsonaro parecen aceptar sin problemas, que mueran masivamente
viejos y pobres para salvar el orden capitalista y las cuentas de resultados, sino
como “peligro o trabajo graves a que se somete una persona” o “acto de
abnegación inspirado por la vehemencia del amor”. En ninguno de sus sentidos,
los sacrificios debieran implicar dejar hundirse al sector cultural, en nuestro
país o en cualquier otro país, suponiendo que resulta perfectamente
prescindible y que su supervivencia no está entre las prioridades vitales.
Cuentan
que durante la II Guerra Mundial le propusieron a Winston Churchill recortar el
presupuesto de cultura para incrementar los gastos bélicos, a lo cual él respondió:
“¿Quitarle el presupuesto a la cultura? Entonces, ¿para qué luchamos?”. Como
tantas otras célebres y archirrepetidas frases, es perfectamente apócrifa
(descubrir falsas citas y falsas anécdotas es un deporte que me entretiene
mucho). Lo tiene comprobado y publicado Richard M. Langworth, expresidente de
la International Churchill Society y especialista en la vida del político británico.
Churchill nunca dijo eso. No obstante, como reza el refrán italiano, se non
è vero, è molto ben trovato. Churchill podría haberlo dicho, recordemos que
fue Premio Nobel de Literatura en 1953 (las malas lenguas dicen que parte del
mérito es de sus negros), y se sabe que creía en la importancia de la política
cultural, como se desprende de esta frase que sí es suya: “Las artes son
esenciales para una vida nacional plena. El Estado se debe a sí mismo sostenerlas
y alentarlas”.
Estos
días a mucha gente le ayuda pasar las horas de encierro leyendo (los que
dedican el tiempo a ver mucha televisión quizás sobrevivan a la epidemia, pero su
deterioro intelectual probablemente sea irreparable). A ver si después mantenemos
la costumbre e invadimos masivamente las librerías para reponer las existencias
de nuestras bibliotecas…
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