Hoy
viene en el BOE el Real
Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, con las medidas contra la COVID-19 que regirán
en los próximos meses, una vez finalizado el estado de alarma, en lo que se ha
llamado oficialmente la “nueva normalidad”. Seguiremos con la mascarilla puesta cuando no sea
posible mantener la distancia de seguridad interpersonal de, al menos, 1,5
metros. Ayer, nada más comunicarse que la distancia se reducía de dos metros a
metro y medio, las redes sociales se llenaron de comentarios indignados por una
medida que, decían los comentaristas, no obedecía a criterios científicos sino
políticos, a un pacto del Gobierno con Ciudadanos.
A mí
me parece bien el cambio. Y me parece normal que sea fruto de una decisión
política. El conocimiento científico es una cosa muy importante y uno de los
grandes logros de la humanidad, pero no caigamos en la superstición de la
ciencia, como si fuera capaz de decidirlo y de resolverlo todo. La ciencia no
ofrece un criterio único, fijo, indiscutible y fiable para establecer la
distancia interpersonal de seguridad en una cifra determinada. Lo único que nos
indican los científicos, y el sentido común, es que a mayor distancia
interpersonal, menor posibilidad de contagio del coronavirus ya que su vehículo
de transmisión son las gotitas que todos emitimos por la boca o la nariz al
hablar, al toser, al estornudar. A dos metros, más improbable que nos lleguen
gotitas ajenas que a un metro de distancia; a tres, todavía más, y así
sucesivamente. Pero no hay una cifra mágica que garantice el 100 % de
seguridad, como tampoco hay una que implique un 0 % porque, además de la
distancia, hay muchos otros factores que contribuyen a aumentar o reducir el
riesgo: estar en movimiento o no (algún estudio dice que las personas andando pueden
proyectar sus gotitas hasta a cuatro metros de distancia), la carga vírica, el
viento, las toses y estornudos, el volumen al que se habla, estar en un local
cerrado o al aire libre (hay un estudio según el cual el riesgo de infección es
19 veces superior en local cerrado), la ventilación de un local cerrado, el tiempo
de exposición.
La
ciencia no ha fijado una distancia mínima, se limita a indicar que, cuanto más
lejos, más seguridad. Y por ello se han establecido distintas cifras. La OMS y
otras organizaciones internacionales (vgr. Organización Panamericana de
la Salud) recomiendan la cifra mínima de un metro, que ha sido adoptada por
diversos países: Dinamarca, China, Francia, Singapur. En Corea del Norte la fijan
en 1,4 metros; la Agencia de Seguridad Aérea de la UE, Alemania, Italia, Países
Bajos, Portugal, Bélgica o Australia en 1,5 metros; Estados Unidos en 1,8
metros (6 pies); Argentina, Canadá y Reino Unido en 2 metros. Hay que recalcar
que se está hablando siempre de una distancia mínima que se recomienda o que,
en muchos casos, se hace obligatoria.
Decidir
cuál es esa distancia mínima obligatoria es una decisión política, en el buen
sentido de la palabra, no en el sentido que a veces se le da de algo perverso e
inconfesable. La política consiste en tomar decisiones intentando conciliar los
diversos intereses que siempre están en juego y que, a menudo, resultan
contradictorios. Casi siempre, una decisión política es una decisión de
compromiso, ponderando diversos valores y diversos riesgos. En este caso, el
criterio científico solo indica que, cuanto más lejos, mejor. Pero ese criterio
no sirve para adoptar una distancia mínima obligatoria, hay que combinar la
necesidad de mantener la distancia con la necesidad de mantener las actividades
sociales y económicas. Fijar una distancia mínima obligatoria de veinte metros
sería muy seguro pero irrealizable, supondría paralizar toda la vida social y
nos abocaría a la extinción lenta pero segura del género humano. La experiencia
común nos dice que esa distancia tiene que estar entre esos uno o dos metros en
los que se mueven todos los países. Y hay que optar, más hacia el metro, más
hacia los dos metros.
A mí,
personalmente, me parece bien el metro y medio por razones prácticas. Llevamos
ya muchas semanas con la regla de los dos metros. ¿La cumplimos? Me da la
impresión de que no, y de que no la cumpliríamos en la “nueva normalidad” en la
que las interacciones sociales se van a incrementar. Dos metros entre dos
clientes en la misma barra del bar es una enormidad; dos metros en la cola para
entrar al supermercado también. En esos casos no es razonable exigir que
vayamos todos con un metro para medir constantemente la distancia. Solemos fijar
esas distancias de forma intuitiva, colocándonos donde nos sentimos seguros, y
creo que ya lo hacemos aproximándonos más al metro o metro y medio que a los dos
metros.
Creo siempre
preferible establecer una norma que sea posible cumplir a una norma
teóricamente perfecta que no se cumpla, algo tan habitual en nuestro país,
donde el respeto por la ley no es un valor muy asentado. Quizás haya países
donde sean capaces de mantener los dos metros de distancia. Por razones
culturales, geográficas y urbanísticas, creo que entre nosotros es más
razonable el metro que los dos metros. Así que demos por bueno el metro y
medio.
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