Hoy es el primer día del resto de mi vida (frase que se atribuye al activista hippie Abbie Hoffman y que queda genial en los libros de autoayuda) y el último día que trabajo. Que trabajo en el sentido de que me esclavizo a tiempo parcial por un salario con el que poder comer y darme a otros vicios similares. Tengo una última reunión del tribunal calificador que ha hecho la selección para, entre otras cosas, contratar a quien me va a suceder en mi sillón, mi despacho, mis expedientes y el castigo de madrugar los días laborables. Finalizado el procedimiento, como ya tengo todo recogido, no me quedará más que despedirme de mis ya casi excompañeros.
Sé que no me voy a aburrir porque seguiré muy ocupado, aunque en cosas en las que no me van a pagar así que no son trabajo, aunque me den trabajo. Tengo un montón de proyectos literarios, solo o en compañía de otros, he de atender mi cargo de secretario de la Asociación Navarra de Escritores/as, algunas pequeñas obligaciones en algunas otras entidades sin ánimo de lucro de las que soy miembro, y, sobre todo, continuar con mis tareas de cuidador. Por circunstancias familiares, la única persona que actualmente me queda por cuidar soy yo mismo, que ya tengo una edad y algunas averías, y espero hacerlo con todo esmero. También tengo que atender a 4.953 amigos de Facebook y a unos cuantos menos amigos presenciales, y diversos compromisos sociales de esos que no hay forma de evitar.
He empezado a despreocuparme de las noticias sobre la subida del sueldo de los funcionarios y a interesarme por la actualización de las pensiones de los jubilados. Espero que durante las cinco próximas décadas en que voy a vivir de mi pensión se mantengan en un nivel que me permita comer casi todos los días. Si no es así, tengo un plan B, atracar bancos.
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