Tomamos posesión un 7 de julio, vestidos de frac, y del salón de plenos salimos corriendo para la procesión de San Fermín. El inicio de nuestro mandato fue muy bonito, pero luego pasamos años duros. Fue aquella época en que ETA, aburrida de matar militares, policías y guardias civiles, se dedicó a asesinar también a concejales, y a jueces, y a fiscales, y a cualquiera que pasara por allí. Yo no era de los más amenazados ni tuve que llevar escolta, como muchos otros, pero también he visto mi nombre rodeado con una diana en algún cartel. Tuvimos que asistir a unos cuantos funerales, entre ellos el de Tomás Caballero, compañero de corporación durante tres años. Yo era miembro de Gesto por la Paz y pasé muchas horas detrás de una pancarta, a veces bajo una lluvia de insultos, piedras y tornillos que lanzaban unos sujetos que no estaban muy de acuerdo con nosotros. En fin, más vale que aquellas cosas quedaron atrás, aunque han emponzoñado nuestra convivencia y vida política para unas cuantas décadas.
La política municipal resulta agotadora aunque apasionante. Se aprende mucho, se patean barrios y calles que no sabías ni que existían, y conoces todo tipo de gente y de situaciones. También hay que aguantar mucha presión. Uno se tiene que defender permanentemente de la oposición, de la prensa, de ciudadanos cabreados, de votantes defraudados, de los socios de coalición, de los funcionarios municipales, de los sindicatos, del Gobierno, de los corruptores, de los arbitristas, y de los tuyos. Sobre todo resulta complicado con algunos de los tuyos, porque los navajazos traperos no los ves venir. Y se trabaja 24 horas al día, 7 días a la semana, porque aunque estés tomando un cubata un sábado por la noche viene algún vecino a hablarte de la baldosa que está suelta en la acera de su calle. Todo el mundo tiene alguna baldosa suelta en su calle y aprovecha cuando te ve para contártelo.
Un par de meses después de ser elegido concejal me cayó por sorpresa y de rebote la presidencia de la Mancomunidad de la Comarca de Pamplona. Tampoco sabía nada de aguas o residuos, más allá de ser usuario de esos servicios, así que tuve que disimular e intentar aprender algo. Es un puesto de mucho relumbrón en el que se manda muy poco; hay que acordarlo todo con el Gobierno de Navarra, que aprueba los planes para los residuos, para el saneamiento, para el abastecimiento, luego también para el transporte comarcal (una de las pocas cosas de la que estoy un poco orgulloso, aunque el orgullo es pecado, es que conseguimos sacar adelante el transporte comarcal venciendo resistencias y dificultades que estuvieron a punto de hacerlo naufragar). Quien paga manda y la autonomía local tiene más de local que de autonomía. Al menos, pude decidir cómo quedaban distribuidos los colores de la pintura de las villavesas, imagen que se mantiene hoy.
Pasados cuatro años, fui de nuevo candidato, pero los vecinos de Pamplona, con su superior sabiduría, decidieron recompensar mi trabajo liberándome de seguir sirviéndoles y enviándome a casa a descansar. Una pequeña frustración política y un gran alivio personal.
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