Las
imágenes por televisión del juicio que se celebra en el Tribunal Supremo estos
días me han hecho recordar la única ocasión en que visité ese edificio. Fue
hace casi 27 años. Me había presentado a una convocatoria para el ingreso en la
carrera judicial. En aquella época, la ley establecía que dos tercios de las
plazas de jueces se cubrían por oposición y otro tercio por concurso de méritos
“para juristas de reconocida competencia” con seis años, al menos, de ejercicio
profesional. Yo llevaba más de seis años de ejercicio, ya había sacado por oposición una plaza de funcionario años atrás
y no tenía la intención de volver a estudiar, pero pensé que no perdía nada
presentándome al concurso. Simplemente había que presentar justificación de los
méritos de acuerdo con el correspondiente baremo, unos cuantos documentos que,
precisaba la convocatoria, una vez empaquetados no debían superar los 45 centímetros de
largo, 35 centímetros
de ancho y 25 centímetros
de alto, y con un peso no superior a los tres kilogramos cada paquete. Yo no
tenía tantos méritos como para no caber en un paquete tal, así que reuní los
papeles y los presenté.
Decían
las normas de la convocatoria que los aspirantes que superaran una puntuación mínima
fijada por el tribunal calificador serían convocados para mantener una
entrevista de una duración máxima de una hora “con objeto de valorar
adecuadamente los méritos alegados y, en función de los mismos, su aptitud para
acceder a la carrera judicial”. Efectivamente, me convocaron a que acudiera a
la sede del Tribunal Supremo en Madrid. Me presenté allí y, en el rato que me
tocó esperar en el pasillo con otros aspirantes, me contaron que, en realidad,
el tribunal calificador no hacía ninguna entrevista sino que hacía un examen a
los aspirantes, les hacía preguntas sobre temas de derecho. También me contaron,
todo el mundo lo sabía, que el turno supuestamente para juristas de reconocida
competencia se utilizaba para promover a jueces a los secretarios judiciales,
que raro sería que alguien que no fuera secretario judicial fuese aprobado.
Todo ello en notorio fraude de lo que decía la ley, pero cualquiera se queja en
esas circunstancias.
Cuando
me tocó el turno, entré con el ánimo no muy alto. En una de esas solemnes y
decrépitas salas de vistas comparecí ante el no menos solemne tribunal
calificador, presidido por un magistrado del Tribunal Supremo. Tal como me habían
advertido, no se interesó lo más mínimo por los méritos que yo había alegado en
un paquete de menos de tres kilos de peso, y me hicieron algunas preguntas
generales de derecho que contesté como pude. Solo recuerdo que me preguntaron
si el Estado tiene personalidad jurídica, que es una cuestión controvertida que
da para varias tesis doctorales.
Por
supuesto, no fui aprobado. Un par de años más tarde se modificó la ley y se
suprimió el turno de concurso de méritos para el ingreso de los jueces, reemplazado
por otro turno mediante concurso-oposición. Se mantuvo el concurso para ingreso en la
superior categoría de magistrados, para juristas con diez años de ejercicio,
pero el legislador, sin duda escarmentado por las prácticas anteriores,
introdujo una disposición muy precisa: “La entrevista tendrá como exclusivo
objeto el acreditar la realidad de la formación jurídica y capacidad para
ingresar en la
Carrera Judicial, aducida a través de los méritos alegados, y
no podrá convertirse en un examen general de conocimientos jurídicos”.
Que
los jueces fueran los primeros en saltarse la ley no contribuyó nada a mejorar
mi percepción sobre el Poder Judicial (me resisto a llamarlo “la Justicia”). Y desde
entonces he tenido algunas otras experiencias que me hacen recordar, a menudo, las
palabras del libro del Eclesiastés: “Yo he visto algo más bajo el sol, en lugar
del derecho, la maldad, y en lugar de la justicia, la iniquidad”. O, como dice
un antiguo refrán: “La justicia es muy buena, pero en casa ajena”.