Un
conocido aforismo del derecho norteamericano dice que “hard cases make bad
law”, los casos difíciles hacen
mal derecho. La expresión proviene del famoso juez del Tribunal
Supremo Oliver Wendell Holmes, que lo explicaba así: “Los grandes casos,
igual que los casos difíciles, producen mal derecho. Porque a los grandes casos
se los califica como grandes no en razón de su verdadera importancia para dar
forma al derecho del futuro sino por alguna circunstancia accidental o algún
interés apremiante que apela a los sentimientos y distorsiona el juicio. Estos
intereses apremiantes ejercen una especie de presión hidráulica que hace que lo
que antes estaba claro parezca ahora dudoso, por causa de la cual incluso
principios de derecho bien establecidos acaban cediendo”.
En
nuestro país ha habido, en los últimos años, casos difíciles muy conocidos
capaces de generar ese mal derecho. Fueron casos donde la aplicación del
derecho no daba los resultados pretendidos por el poder y, por eso, se retorcieron
las leyes y los principios jurídicos todo lo que hizo falta. Casos que dieron
lugar a la doctrina Parot, la doctrina Botín, la doctrina Atutxa, en el primero
y el último de ellos hubo de intervenir el Tribunal Europeo de Derechos Humanos
de Estrasburgo para paliar los desastrosos efectos producidos.
Supongo
que en todas partes cuecen habas pero, por mi experiencia, creo que en España,
en particular, hay muy poca cultura de respeto a la ley. No sé si es efecto de
la tradición reflejada en la literatura picaresca o de la tardía y escasa
cultura democrática derivada de nuestra azarosa historia política, pero
gobernantes y gobernados suelen coincidir en contemplar el cumplimiento de las
leyes como una pejiguera. El reciente “no nos metamos en eso” del presidente
Rajoy para escaquearse de su obligación expresamente reflejada en la Constitución y en las
leyes de perseguir la discriminación salarial entre hombres y mujeres es una diáfana
declaración de principios.
El
que las leyes vigentes no permitan a los partidos independentistas catalanes
cumplir sus objetivos les llevó hace pocos meses a ponérselas por montera para
organizar un referéndum ilegal y aprobar una independencia inconstitucional. La
reacción contra tales hechos, en la mejor tradición española, se pasa de
frenada y los líderes independentistas son acusados, y algunos encarcelados, de
una rebelión violenta que solo existió en la imaginación de los acusadores
(otra cosa son los delitos de prevaricación y desobediencia que probablemente sí
se han cometido, pero que no conllevan penas de prisión sino de inhabilitación).
El
último episodio, de momento, de esta lamentable historia es el auto dictado el 27 de enero por el Tribunal Constitucional. Viene provocado por un recurso que
nunca se debió interponer por el Gobierno, que lo hizo con un dictamen del Consejo de Estado en contra, pero que responde al tradicional propósito de
instrumentalizar las instituciones y retorcer el derecho todo lo que haga falta
para obtener los resultados políticos deseados. Como las posibilidades de que
el Tribunal Constitucional inadmitiera el recurso eran muy altas (así lo
propusieron sus letrados y el magistrado ponente) los miembros del Gobierno se
dedicaron a telefonear a algunos miembros del Tribunal Constitucional, según nos dice la prensa, no para presionarles (¡¿?!) sino para advertirles de lo
grave que sería que se inadmitiera el recurso con el resultado de que no se
suspendiera la sesión de investidura de Puigdemont (un ciudadano al que, de
momento, ninguna resolución judicial ha privado de sus derechos políticos). A
los magistrados del Tribunal Constitucional les tembló el pulso y en lugar de
una de las dos decisiones que la Constitución y su Ley Orgánica les impone,
admitir o no admitir a trámite el recurso, decidieron, sin duda impelidos por
la presión hidráulica del juez Holmes, adoptar otra decisión distinta no
prevista por el ordenamiento jurídico, un caso típico de imaginación e ingeniería
jurídicas para salir del paso. Se difiere la decisión sobre la admisión inventando
un trámite de audiencia de las partes y, mientras tanto, se adopta una medida
cautelar que, en contra de lo que dicta la ley, no ha pedido ninguna de las
partes y que no consiste en suspender el acto impugnado (lo que requeriría
haber admitido a trámite el recurso, que no se ha hecho) sino en dictar
instrucciones al Parlamento de Cataluña y al candidato sobre cómo ha de
realizarse la sesión de investidura. Las condiciones de esa investidura, al
menos, sí que se ajustan a la ley y ya habían sido señaladas por los letrados
del Parlamento de Cataluña (ha de ser presencial, no vale a distancia, telemáticamente
o por delegación), pero el Tribunal Constitucional no está habilitado por la
ley para dictar instrucciones sobre hechos futuros, y mucho menos dictar anticipadamente
la suspensión o la nulidad de actos que todavía no se han producido. El
Tribunal Constitucional no ha interpretado y aplicado la Constitución, que es
su misión, sino que ha innovado el ordenamiento jurídico para autoatribuirse
potestades que nadie le ha concedido. Aparenta no admitir todavía el recurso,
pero de hecho entra ya a resolver las cuestiones de fondo planteadas.
Claro
está que la circunstancia de que todo este conflicto político se resuelva a
base de mal derecho, de dar patadas al ordenamiento jurídico, preocupa muy poco
y preocupa a muy pocos. Lo importante, en uno u otro bando, es ganar como sea. A
por ellos.